TERCERA HISTORIA DE REGRESIÓN.
"... La psicóloga estimó necesario buscar con otra hipnosis, las raíces de su problema para ser constante, para perseverar, para llegar a la meta sin abandonar la ruta, a la mitad del camino.
Esta vez fue más fácil descender a las profundidades de su mente. Caminó por un pasillo iluminado por el día hasta que llegó a una habitación blanca, donde había una mesa y el viejo y gran libro de siempre. Esta vez lo vio mejor: parecía hecho de cuero, era marrón y tenía un cerrojo, pero una vez solicitado el permiso para leerlo se abrió sin necesidad de llave alguna. Y como había llegado a la consulta relajada y tranquila, su estado anímico favoreció su traslado al ayer infinito.
Supo de inmediato que se llamaba Pompeya, no necesitó preguntárselo a nadie. Caminaba con prisa por las calles empedradas de una ciudad antigua del Imperio Romano. Miro sus pies y vio el ruedo de su túnica, que tenía un borde de cinta dorada y era de lino, con amplios pliegues y de color crema. Era joven, mas no bonita. La acidez de su carácter difícil salía por todos sus poros.
Mientras avanzaba, vio hombres y mujeres bien vestidos. Los hombres usaban el calseus y una toga de lana. Hacía frío. Apuró sus pasos para llegar hasta su casa.
Estaba enojada. No le gustaba vivir allí. Tampoco le agradaba pertenecer a su familia porque eran plebeyos, sin las comodidades ni privilegios de los patricios.
Llegó a la entrada de su casa, donde se apilaban muchas ruedas de carreta en el más completo desorden. Su padre y su madre la vieron traspasar el umbral con resignación, al comprobar su ira. Como de costumbre, los ignoró a ambos y se dejó caer en el suelo, donde lloró rabiosamente. Envidiaba con dolorosa tristeza los bienes ajenos, soñaba con pertenecer a los amplios domus de los adinerados...
La terapeuta le hizo avanzar en el tiempo, para sacarla de los sollozos. La escena cambió y se vio trabajando al aire libre, guiando a unos esclavos que cargaban quintales de trigo y sacos hacia un cuarto que tenía un fogón. Estaba sola. Sus padres habían muerto años atrás.
Se percibió a sí misma como una persona parca, con un manojo de llaves en la mano. Evitaba el contacto con la gente.
De tal modo vivió todos sus días, pues a la hora de su deceso nadie la acompañaba. Sabía que iba a morir de un momento a otro y lloraba, le faltaba el aire por la enfermedad y por la culpa. Se arrepentía de la vergüenza que sintió por sus padres, su origen y su pobreza. Lo hubiera dado todo con tal de cambiar su pasado. Pensó en la comprensiva miraba de su padre, que nunca le reprochó sus desaires ni desprecios y la amó a pesar de todo, amor que ella siempre conoció, pero jamás retribuyó.
Aprendió que el amor fraternal era muy importante, mucho más que una casa, buen dinero y bienestar. Se dijo a sí misma que nunca más iba a dejarse llevar por la ambición ni por la envidia.
Cerró sus ojos llorosos. El pecho le pesaba como si tuviera una lápida encima y le dolía fuertemente. Hasta que no supo más de ella, sólo descendió en la oscuridad más completa, envuelta en una tristeza que le parecía eterna...
Seguidamente, María Rosa la guió para que flotara en el cielo. Sintió que volaba en un planeta gasesoso, de colores verdes y azules, algo que jamás había visto. Le pidió que esperara allí a su Maestro.
Apareció una silueta alta, vestida con una túnica que parecía tener todos los colores y a la vez, ninguno. Parecía un hombre. Tras de él había un enorme resplandor que no le permitió ver su rostro.
Le abrazó con fuerza y dulzura. Sintió todo el amor del mundo dentro del pecho. Ese calor se instaló en el centro de su corazón y se repartió por su espalda, cabello y brazos. Energía radiante y pura se había derramando sobre ella, que se convirtió en un recipiente.
No pudo repetir lo que él le dijo, pues no encontró las palabras para conceptualizarlo, ni siquiera ahora. Pero "sabe" lo que debe hacer, buscar y alcanzar.
Cuando se le ordenó despertar sus ojos estaban húmedos y aunque su cara y sus manos se sentían frías, un calor envolvente estaba adherido a su interior, debajo de la piel, muy cerca de su alma...
Al salir a la calle, le pareció que el arrebol de ese atardecer presto a convertirse en noche, era un pálido reflejo de aquellos colores que vio detrás de su Maestro.
Caminó los pasos necesarios con la certeza que, si alguna vez contaba todo esto en primera persona, sólo le creería alguien que hubiese vivido la misma experiencia; no obstante, concluyó que eso daba igual: ya sabía que "nada es imposible bajo este cielo"*.
*Frase de Pedro Prado, chileno, autor de Alsino.
*Frase de Pedro Prado, chileno, autor de Alsino.