miércoles, diciembre 12, 2007

FIN DE AÑO

Mis días cada vez pasan más rápido y lo único que me queda al terminar la jornada son los dientes apretados, el cuello rígido, la espalda adolorida y la cuenta del celular aún sin pagar, porque Movistar tiene locales que, cuando salgo de mi oficina, agotada y con los ojos irritados, ya están cerrados.
Me frustra que me persigan días iguales desde hace meses, en un eterno ritual de trabajar, ir al supermercado, llegar a casa y desplomarse sobre la cama, apenas con ánimos para ver esas series del cable cuyo esquema ya lo conozco de memoria.
La única diferencia radica en que, al siguiente, encuentro otras resoluciones y reclamaciones sobre el escritorio, pero en síntesis, mi jornada empieza siempre igual: despertando en la ducha - porque en los minutos previos parezco sonámbula - continuando con una carrera escaleras abajo (sin desayuno) y calle abajo, y siguiendo con la ansiedad de encontrar justo el taxi colectivo que tiene recorrido directo, de tener la suerte de que el ascensor esté como esperándome en el primer piso del edificio y que el reloj de la entrada a mi trabajo esté a la hora, sin adelantar.
Y es que entonces no me detengo: ingreso a una especie de elemento succionador donde sólo cabe la responsabilidad, la obligación, la vocación y el trabajo... Es más, hiperfocalizada como soy, vuelan los minutos y las horas entre los tentáculos de mi rutina.
¿Mi rutina?
No sé si es mía. De serlo, mi jornada tendría más caminatas a pie pelado por la arena, más tazas conversadas en el Café del Centro, más lecturas pausadas, más instantes con los ojos cerrados bajo el sol, disfrutando cada rayo tibio y envolvente, más paseos, más helados, más jugos naturales, más atardeceres en La Portada, más naturaleza, más de ti, más de mí, más de Dios.