miércoles, noviembre 16, 2005

Infancia

Mi infancia antofagastina transcurrió sin mayores avatares, con vivencias como las que he descrito anteriormente.
Mi niñez de hija única hasta que nació mi hermano Jorge, cuando contaba con 8 años, fue un mar de olas protegidas y danzantes.
La vida era apacible y transcurría entre los juegos con mis primos y primas, el colegio y la casa. La TV empezaba tarde en las provincias (tal vez entre 5 y 6 de la tarde) y veía programas tales como Pin-Pón, El Oso Yogui, Meteoro y Huckleberry Hound (ahora, hay un canal del cable que exhibe esos cartoons setenteros).
En el colegio me iba bien, porque el déficit atencional que tengo me hace ser hiperfocalizada con lo que me interesa... Además, siempre fui buena lectora (desde que aprendí con el silabario Lea), y consumí libros y más libros, lo cual me dejó un buen bagaje cultural. Sin embargo, debo reconocer que algunas novelas he vuelto a releerlas de adulta, pues la ingenuidad no permitió ver otros significados en ese entonces...
La vida cambió cuando abandoné el nido. Tenía 18 años cuando llegué a estudiar a Santiago.
Alojé en Salvador 1222, en una casona de un solo piso y enorme galería (actual Universidad de Artes y Ciencias de la Comunicación, UNIACC). Pertenecía a la Congregación de las Hermanas Carmelitas Teresianas Descalzas (la misma de Sta. Teresa de los Andes), y se llamaba Pensionado Universitario de Señoritas "San José"...
Allí, con Irmgard Ehlen Oostendorp, de La Serena, hija de alemán y de holandesa, entablé una amistad de las mejores y la recuerdo con mucho cariño, a pesar que el tiempo nos distanció y ya no sé dónde ubicarla. Lo mismo ocurrió con María Ena Pinto, Rosario y Lucía Grez, Milena y Viviana Porfiri Marcotti.
La Escuela de Derecho fue más inhóspita que el Pensionado (donde la dureza de las religiosas era amainada con el cariño de las "pensionistas"). Mis compañeros eran distantes y poco solidarios. Sin embargo, en medio de esa frialdad fue igualmente posible encender la llama de la amistad y, hasta hoy, conservo a Paty, a Mili, a Sole... El profesor de Derecho Tributario, don Rodemil Morales, siempre dijo que nosotras éramos "las tres mosqueteras que son cuatro"...
Es cierto que uno tiende a conservar en la mente los buenos recuerdos con preeminencia respecto de los menos buenos o rotundamente malos. En mi caso, viví la fortuna, la gracia, la dicha, qué sé yo, de una familia férrea, un verdadero Clan, de una infancia generosa en afectos seguros y estables, con una abuela que, a pesar de prohibir a todos sus nietos tratarla como tal (las generaciones de los más chicos debíamos decirle "Marilyn"; en tanto, los más grandes le decían "Ofelia"), nos adoraba... (ella me enseñó palabras en frances, en croata, me leía El Mercurio de Antofagasta todas las tardes, para que supiera qué acontecía en el mundo, me preparaba sopaipillas invernales y, a su manera, suplía la ausencia de mi madre, que trabajaba el día entero en una escuela con alumnos de grandes necesidades, lo que no impedía ser abnegada,y estar presente). Tuve, además, un padre con características que nunca he vuelto a ver en un hombre y que busqué inconscientemente por muchos años, con una generosidad sin límites, afectuoso, protector por esencia, de gran templanza, que ni el agresivo cáncer que lo consumió a los 59 años pudo contra su estocismo y su fe a toda prueba...
En mi adolescencia descubrí el mundo real, y lo viví de frentón durante mi etapa universitaria: el mundo de afuera era egoísta, duro, poco acogedor. Me caí y debí aprender a pararme sola, una y mil veces... Y creo que lo logré porque mi infancia edificó la red de apoyo necesaria para eso, para tener la capacidad de estar parada al borde del precipicio, sintiendo miedo, pero segura de poder enfrentarlo... Como muchos de ustedes, que me leen...


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